Cuando Adán y Eva fueron expulsados del paraíso el demonio salió corriendo tras ellos. Gozaba sintiéndose vencedor. Había logrado su objetivo: la infelicidad del hombre. El demonio tenía envidia de los hombres porque eran los predilectos de Dios. Cuando el demonio fue arrojado del cielo por querer equipararse a Dios se juró a sí mismo que haría hasta lo imposible para hacer infelices a los seres humanos. Su tarea había comenzado con Adán y Eva. Años después Adán y Eva tuvieron dos hijos, uno se llamaba Caín y el otro Abel. El demonio no podía estar tranquilo al ver cómo los dos hermanos jugaban y se divertían. De esta manera el demonio disparó una de sus armas predilectas: la envidia. La introdujo en el corazón de Caín, y éste sin darse cuenta la aceptó y permitió que invadiera toda su persona. La envidia se convirtió en odio y pronto se descargó en contra de Abel. El demonio danzaba de gusto viendo cómo la infelicidad se posaba en los hijos de Dios. Con el pasar de los siglos el demonio ideó más herramientas para tentar a los hombres. Convirtió los gustos de los hombres en placeres y los placeres en vicios. Fue así que los hombres cayeron en el libertinaje y el alcoholismo. Casi toda la humanidad quedó infestada por los vicios, menos Noé y su familia porque todavía platicaban con Dios. Llego el día que Dios mandó el diluvio universal para purificar la tierra. Pasaron muchos años, miles de años, y los hombres otra vez se volvieron malos. Desafiando a Dios, quisieron construir una torre que llegara hasta el cielo, porque querían ser igual a Dios. La envidia volvía a triunfar en los corazones de los hombres. Pero Dios hizo fracasar sus planes confundiendo su lenguaje. El Catecismo de la Iglesia Católica define la envidia como: rencor o tristeza por la buena fortuna de alguien, junto con el deseo desordenado de poseerla. (No. 2539) El mismo Catecismo señala que cuando se desea al prójimo un mal grave por envidia es un pecado mortal. Hay muchos que se privan de comer bien o adquirir lo necesario por comprarse algo, fruto de la envidia. Hay personas a quienes la envidia las lleva hasta el atentar contra sus vidas.
Mi abuela en paz descanse, me decía que el pecado de Adán y Eva fue comerse la manzana. Por eso, los hombres tienen esa pequeña saltación en la tráquea, mejor conocida como la manzana de Adán. Cuando llegué a la pubertad noté eso en mi tráquea y le di la razón a mi abuela. En ese mismo tiempo agradecí que el fruto prohibido no haya sido una papaya.
Ya en la juventud y leyendo la Biblia nunca pude encontrar dónde decía «manzana» y por lo mismo, descubrí que el fruto no era ninguna manzana, sino la envidia que la serpiente traía contra Dios y que había sembrado en Adán y Eva. Así se vieron tentados a ser como su Creador probando el fruto prohibido. La persona llena de envidia puede ser capaz de mentir y traicionar, de sembrar la intriga o ser una persona oportunista que se disfraza de mil caras para obtener los bienes o cargos de otra persona. La envidia puede tomar diferentes dimensiones y caras. De cada uno depende ser previsor y notar cuándo la semilla de este pecado capital comienza a fermentarse en el corazón. Quizá sin darnos cuenta hemos sido infectados por la envidia disfrazada de virtud; el demonio es el maestro del engaño, un extraordinario gerente del marketing. Para combatir la envidia está la caridad. Decía el beato Juan Pablo II que «en la virtud de la caridad no hay lugar para el mal». La caridad no significa benevolencia hacia una persona cuando pide algo, caridad en griego es ágape, y el ágape es el amor más puro. Cuando se sienta la envidia rondar cerca del corazón debemos de ser humildes y realizar actos que lleven impreso el ágape. En el hogar mismo se pueden hacer cientos de actos fruto de la caridad, sólo falta abrir los ojos y ver todas las necesidades que hay. San Agustín decía que en la caridad el pobre es rico y sin caridad todo rico es pobre. Se dice también que la caridad es el océano del que salen y a donde van a dar todas las demás virtudes. No se nace siendo caritativo, pero podemos llegar a ser grandes practicantes de la caridad si nos esforzamos todos los días por practicarla.
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